¿Qué supondría para Europa que Marine Le Pen llegara a la presidencia?

Opinion piece (ESglobal)
12 April 2022

Marine Le Pen ha renunciado a su referéndum sobre el euro, pero su programa de “Francia primero” paralizaría la Unión Europea desde dentro y debilitaría la alianza transatlántica.

Durante meses, Europa se confió y dio por sentado que Emmanuel Macron ganaría las elecciones presidenciales de Francia de abril de 2022 y que Marine Le Pen, líder del partido populista de derechas Rassemblement National (Reagrupamiento Nacional) pasaría a la segunda vuelta del 24 de abril, pero sin amenazar al presidente. Sin embargo, el resultado de la primera vuelta del 10 de abril muestra que la carrera entre ambos está mucho más ajustada, hasta el punto de que Le Pen tiene auténticas posibilidades de ganar. Si lo hiciera, las consecuencias para la UE, la OTAN y la seguridad europea serían profundamente desestabilizadoras.

En las elecciones de 2017, la promesa de Le Pen de celebrar un referéndum sobre la pertenencia de Francia al euro fue inoportuna. La hizo dos años después de que el referéndum griego provocara otra recesión en ese país. Y la eurozona estaba empezando una breve expansión de dos años que contradecía su mensaje de que los franceses solo podrían prosperar sin el euro. Pasó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, pero Macron la derrotó fácilmente. Cinco años después, Le Pen ya no promete un referéndum sobre el euro, pero mantiene su euroescepticismo. Su nueva estrategia sigue la táctica de los gobiernos polaco y húngaro: negarse a aplicar las leyes de la Unión que le desagradan, en particular las que le impiden favorecer a los ciudadanos franceses frente a los de otros Estados miembros. Lo malo es que Francia (a diferencia de Polonia, Hungría o incluso el Reino Unido) es indispensable para la UE.

En su manifiesto, “Mi plan para la presidencia”, Le Pen escribe poco sobre la UE, aparte de algunas pullas contra la Comisión y el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (TJCE). Se compromete a crear una “Alianza Europea de Naciones que sustituya gradualmente a la Unión Europea”, pero no parece estar segura de conseguirlo ni de quiénes la integrarán. Escribe que los contactos que ha hecho en otros Estados miembros, “incluidos varios jefes de gobierno, me dan esperanzas de que este proyecto podrá tener éxito a medio plazo”.

En algunas cuestiones, Le Pen busca reformas a nivel europeo. Promete renegociar el acuerdo de Schengen, que permite viajar sin pasaporte entre 26 países europeos, con el argumento de que la falta de controles fronterizos “no interesa a los Estados”. Pero sí aceptaría “procedimientos simplificados” sin especificar para los ciudadanos de la UE. Sus posibilidades de conseguir la renegociación son nulas: los demás miembros de Schengen no quieren controles fronterizos permanentes (aunque varios, entre ellos Francia, han utilizado el mecanismo de salvaguardia del acuerdo para volver a imponer controles fronterizos durante los últimos siete años).

Consciente de que es poco probable que otros Estados miembros acepten reformas en la UE, Le Pen planea actuar de forma unilateral e infringir las leyes europeas. Tal como hizo el ex primer ministro británico David Cameron, quiere restringir el acceso de los inmigrantes al sistema de seguridad social de Francia y propone que las familias con un progenitor francés, por lo menos, sean las únicas que puedan recibir prestaciones familiares. Las leyes de la Unión impiden discriminar de esta forma a los ciudadanos que pertenecen a esta y que residen en otro país. David Cameron consiguió una pequeña victoria cuando renegoció las condiciones de pertenencia de Gran Bretaña: que los ciudadanos de la UE recién llegados solo pudieran acceder a determinadas prestaciones de manera gradual en el espacio de cuatro años. Pero las propuestas de Le Pen van más allá: quiere acabar unilateralmente con todo acceso, aunque después de un referéndum sobre las restricciones a la inmigración.

Hay otros ámbitos políticos en los que Le Pen quiere infringir las leyes de la UE en lugar de intentar cambiarlas. Quiere reducir de forma unilateral las contribuciones de Francia al presupuesto europeo. Ya no se permitiría el desplazamiento temporal de trabajadores de otros Estados miembros: afirma que esto provoca “un abismo en las finanzas públicas” (los trabajadores desplazados pagan impuestos en su Estado de origen). Quiere dar prioridad a los ciudadanos franceses en el acceso a la vivienda social y para estudiantes. Las parejas jóvenes, uno de cuyos miembros, al menos, debe ser ciudadano francés, recibirán préstamos a interés cero para ayudarles a comprar una casa; y no tendrán que devolverlo si tienen tres hijos o más. Las normas de la Unión impiden que los gobiernos den preferencia a sus propios ciudadanos sobre los de otros países de la UE, porque los nativos ya tienen mejor acceso a la vivienda y, por tanto, al empleo. Le Pen también quiere dejar de lado las normas europeas sobre contratación pública y ayudas estatales. Quiere obligar a los gobiernos centrales y locales a “comprar productos franceses”, garantizar que los hosteleros compren el 80% de sus suministros a agricultores franceses y proporcionar más ayudas a estos últimos que las subvenciones previstas en la Política Agraria Común (esta medida podría infringir las normas dictadas por Bruselas sobre ayudas estatales, dependiendo de cómo se diseñe).

Después de la inmigración, el mayor enfrentamiento podría ser por la política climática. Le Pen quiere expandir la energía nuclear e hidroeléctrica y poner fin a la instalación de parques solares y eólicos, tanto terrestres como marinos. Los parques eólicos ya construidos se desmantelarían. Según las normas de la UE, para 2030 más del 32% del consumo final bruto de energía debe proceder de energías renovables. Le Pen quiere que la estrategia de reducción de emisiones de Francia se decida a nivel nacional y cada año, en vez de incluirla en el sistema de planes energéticos y climáticos de la Unión, de 10 años de vigencia.

Será inevitable que, en caso de promulgar todas estas medidas políticas, la Comisión Europea tuviera que emprender acciones legales. La Comisión llevaría a Francia ante el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, que emitiría sentencias en contra de Francia por infringir los compromisos asumidos mediante tratados de no discriminar a los trabajadores y empresas de otros países de la Unión y de aplicar las leyes europeas sobre el clima y la energía.

Si Le Pen hiciera su referéndum sobre la inmigración y lo ganara, cambiaría también la Constitución francesa. En su programa afirma que “la inmigración en Francia está determinada sobre todo por el Convenio Europeo de Derechos Humanos y por la jurisprudencia del Consejo Constitucional de Francia, su Consejo de Estado [tribunal supremo], el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos”, y la legislación nacional está supeditada a la europea. Le Pen quiere tener la potestad de evitar que los ciudadanos de la UE ejerzan su derecho de libre circulación e impedir que los inmigrantes de fuera de Europa utilicen la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos para evitar la deportación. Por tanto, su referéndum modificaría la Constitución “para hacer prevalecer el derecho nacional sobre el derecho internacional”.

No está claro si un referéndum de este tipo sería legal según la Constitución francesa. Y si Rassemblement National no consigue la mayoría en las elecciones parlamentarias previstas para junio, tanto el referéndum como las partes más radicales de su programa tendrían pocas probabilidades de celebrarse. Pero si el referéndum siguiera adelante y ella lo ganara, las leyes europeas “dejarían de aplicarse” siempre que el gobierno decidiera que son contrarias a la “voluntad soberana” de Francia.

Eso significaría que Le Pen, al menos según las leyes francesas, tendría derecho a dejar de lado las leyes de libre circulación, pero también las de contrataciones públicas, ayudas estatales, clima y cualquier otro ámbito de la política que eligiera. Francia iría más allá que Polonia y Hungría, que no han obedecido las sentencias del TJCE y simplemente se niegan a aplicar las leyes de la UE que no les convienen. Polonia también se ha negado a pagar las multas que le ha impuesto Bruselas por esa desobediencia.

Si Le Pen llevara a la práctica su programa, la consecuencia para la UE sería el caos político. Francia no saldría de la Unión ni del euro a corto plazo, así que —con suerte— los mercados financieros no se asustarían. Pero las instituciones europeas y los Estados miembros tienen escasos poderes para obligarla a dar marcha atrás: podría limitarse a rechazar las multas impuestas por el TJCE, y Francia tiene suficiente capacidad fiscal para aceptar la congelación del dinero del presupuesto de la UE y del fondo de recuperación que prevé el nuevo mecanismo de condicionalidad como castigo a los países que violan el Estado de derecho. Bruselas se enfrentaría a un bloqueo en toda una serie de cuestiones políticas: sin las negociaciones y los acuerdos del “tándem” de Alemania y Francia en las grandes cuestiones políticas, sería muy difícil aprobar leyes nuevas. Pero el mayor problema sería que podría tener poca capacidad para hacer cumplir sus propias leyes a un Estado miembro indispensable, mientras que los gobiernos nacionalistas de la UE tendrían mucha más masa crítica y actuarían conjuntamente para debilitarla.

La presidenta Le Pen supondría una amenaza no solo para el orden interno de Europa sino también para su seguridad exterior. Su programa tiene relativamente poco que decir sobre la defensa y la política exterior: menciona a Rusia una vez, de forma indirecta (la guerra de Ucrania ha demostrado que “la política de hechos consumados se ha convertido poco a poco en la norma” en las relaciones internacionales). Se menciona a China como el país del que procede la COVID-19; Estados Unidos es el único al que critica directamente, por utilizar sus leyes fuera de sus fronteras. Pero sus propuestas concretas en materia de política exterior y de seguridad se alejan considerablemente del enfoque francés posterior a la Guerra Fría. Son una muestra de delirios de grandeza: después de decir que Francia es la segunda potencia mundial por su extensión geográfica (basada en la extensión de la zona marítima alrededor de la Polinesia Francesa y otros territorios del Océano Índico y del Pacífico), pide una política de “manos libres”, es decir, no atada por alianzas. Es una receta política apropiada para una superpotencia, no para una potencia europea de tamaño medio que ha decidido quitar autoridad a sus lazos dentro de la UE y la OTAN. El propio Reino Unido, tras el Brexit, ha tratado de compensar la pérdida de influencia en la Unión aumentando su participación política y militar en la OTAN y en su relación bilateral con Estados Unidos.

Por el contrario, para devolver a Francia su libertad de acción, Le Pen quiere dejar la estructura militar integrada de la OTAN, a la que Francia se reincorporó en 2009 tras 43 años de ausencia. Ese paso le restaría influencia (uno de los dos puestos de Comandante Supremo Aliado lo ocupa siempre un oficial francés de alto rango y el otro es para un estadounidense) y complicaría las tareas de planificación de la Alianza. No cabe duda de que, como en la Guerra Fría, Francia y sus aliados encontrarían formas de sortear los problemas, pero costaría más tiempo, más burocracia y una toma de decisiones menos eficaz.

Le Pen también reclama el fin de la cooperación industrial en materia de defensa con Alemania, que, según ella, se lleva a cabo “en detrimento de nuestra soberanía tecnológica y nuestros intereses industriales”. Eso supondría el cierre de varios proyectos conjuntos importantes, como el Futuro Sistema Aéreo de Combate, un proyecto de colaboración entre Airbus y Dassault, con participación española, para fabricar un sucesor del Rafale francés, el Eurofighter alemán y el avión EF-18 español. En conjunto, el resultado de la retirada francesa del FCAS sería probablemente la adquisición de menos aviones, la pérdida de interoperabilidad (más dificultad para la cooperación entre distintas fuerzas nacionales) y una pérdida de capacidad industrial europea en el campo de la defensa. Hay preocupaciones similares respecto al programa franco-alemán de desarrollo de un nuevo carro de combate. Además, si Francia se retirase, tendría menos influencia en los planes de rearme de Alemania después del ataque de Rusia contra Ucrania.

En cambio, Le Pen quiere reforzar la cooperación con el Reino Unido a partir de los tratados firmados en Lancaster House en 2010, que atañen a la cooperación en materia de defensa, incluso en el ámbito nuclear. Le Pen tiene sobre todo tres prioridades: la lucha contra el terrorismo islámico, la ciberseguridad y el espacio. Sin embargo, dado el fuerte apego del Reino Unido a la OTAN y a su relación con EE UU, llegar a un acuerdo entre Londres y París sería probablemente más difícil que en 2010, cuando Francia acababa de reincorporarse a la estructura de mando integrada de la Alianza.

Aunque quiere aumentar el presupuesto de defensa de Francia para que pase de 41.000 millones de euros este año a 55.000 millones en 2027, Le Pen no especifica qué amenazas militares se ciernen sobre Francia y apenas menciona a Rusia. Esto quizá se deba a la ambigüedad de su relación con Putin. En septiembre de 2014 (después de la anexión de Crimea, la invasión rusa del Donbás y el derribo del vuelo MH17 de Malaysian Airlines por parte de protegidos de Rusia, con la pérdida de 298 vidas), el Frente Nacional de Le Pen, predecesor del Reagrupamiento Nacional, obtuvo un préstamo de 9,4 millones de euros de un banco ruso sospechoso de tener vínculos con las autoridades rusas. Putin se reunió con Le Pen en el Kremlin durante su campaña electoral de 2017 y la describió como representante de “una serie de fuerzas políticas que están cobrando impulso”. Le Pen y sus compañeros de partido en el Parlamento Europeo se han opuesto de forma sistemática a las sanciones a Rusia. Durante la campaña de este año, aunque ha criticado la invasión de Ucrania, también ha dicho que Putin podría volver a ser un aliado de Francia si la guerra terminaba, una posición que discrepa de la del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y de otros líderes occidentales que han acusado a Putin de estar cometiendo crímenes de guerra. Si Le Pen fuera elegida, existe el riesgo de que vetara las sanciones o las aplicara débilmente, y la relación de Francia con la mayoría de sus socios y aliados sufriría una sacudida.

No parece que los votantes franceses, como tampoco los de otros países, voten pensando en las políticas relacionadas con la UE o la OTAN. Ni les importarán mucho las promesas de Le Pen de garantizar la soberanía francesa sobre varios atolones deshabitados del Pacífico (que su programa menciona directamente). El riesgo para Macron es que su imagen de supuesta arrogancia, junto al aumento de los precios y el descenso del nivel de vida hagan que los votantes se vuelvan contra él, y entonces Le Pen sería la beneficiaria. Europa, amenazada desde el este por Putin, puede sufrir una convulsión en el Oeste causada por su admiradora, Le Pen. Los demás líderes occidentales no pueden hacer nada más que confiar en que los votantes franceses encuentren formas alternativas de expresar su descontento y vuelvan a elegir a Macron.